Me acuerdo muy a menudo de mi padre. El recuerdo más gráfico de cuando era muy pequeña era verlo trabajar en su banco de ebanista, lleno de herramientas, que para mí eran tan intocables como interesantes. Incluso a veces iba con mi vasito de leche a decirle buenas noches antes de irme a la cama, y me quedaba con el olor a madera y barniz. En esa época me parecía un hombre alto, guapo y un poco flaco, que no dejaba ni de trabajar ni de fumar. Siempre tenía un cigarro en la boca. Recuerdo en las mañanas de invierno su voz despertándome para ir al colegio que se mezclaba con el sonido de la leña ardiendo en la chimenea recién encendida. Mi habitación estaba encima de la cocina y la chimenea pasaba al lado de mi cama.
Ya, de más mayor, cuando traía mis notas, recuerdo su cara sonriente, no decía nada, seguía cavando la tierra, sólo sonreía.
Ya jubilado disfrutaba con su huerta rodeada de rosales, gladiolos, hortensias… de los periódicos diarios y de su café, de su partida en el centro de mayores y de su trabajo con la madera.
